Economía

Retenciones: larga historia de tensiones

El analista de mercados de la Bolsa de Comercio de Rosario Guillermo Rossi recorre el devenir de los derechos de exportación en la Argentina en momentos en que Macri las borra del mapa económico.

Bolsa de Comercio de Rosario
14 de Diciembre de 2015

Los derechos de exportación –conocidos en Argentina como «retenciones»- son tributos aplicados en aduana que gravan la venta al exterior de distintos bienes, tomando como base imponible las cantidades declaradas al precio internacional vigente. Se trata de gravámenes ad valorem pues su importe se obtiene mediante la aplicación de un porcentual sobre el valor de la mercadería. Para los productos agrícolas incluidos en la Ley N° 21.453 la referencia para su cobro es el denominado «precio FOB oficial», es decir, un valor promedio («índice») que calcula el Ministerio de Agricultura a partir de un relevamiento diario entre los agentes que participan de la actividad. Además de uniformar la carga impositiva, estos precios FOB oficiales sirven para evitar la subfacturación de exportaciones.

Suponiendo que la curva de demanda externa es relativamente elástica y el país no ejerce gran influencia sobre los precios internacionales, las retenciones tienen el efecto de disminuir la cotización doméstica del bien al que alcanzan. Este instrumento rara vez se utiliza con una única finalidad. Si bien la cuestión fiscal ha sido históricamente la más preponderante en nuestro país, no es propio soslayar la magnitud y relevancia de sus efectos distributivos (de productores a consumidores, del interior a los centros de consumo, etc.), cuya determinación e importancia excede largamente el objetivo de este breve artículo. Adicionalmente, estos tributos son utilizados también para generar tipos de cambio diferenciales, en este caso reduciendo la paridad efectiva que recibe el sector que exporta. Como equivalencia microeconómica, la traslación de su efecto hacia atrás hace que funcionen en la práctica como un impuesto a la producción con simultáneo subsidio al consumo (Nuñez Miñana, 1998).

Uno de los aspectos más cuestionados de este gravamen es que en la práctica funciona virtualmente como impuesto específico, en el sentido de que recae solo sobre determinados bienes y no tiene en cuenta los costos de producción y comercialización[i]. Esto le quita neutralidad y lesiona el principio de la capacidad de pago. Además, en nuestro país estos derechos no están sujetos al sistema de coparticipación federal, aunque desde hace algunos años el fisco comparte una porción de la recaudación con las provincias a través del llamado Fondo Federal Solidario. La experiencia internacional deja a la Argentina como caso prácticamente único de castigo pesado y sostenido a sus ramas productoras de bienes exportables.

La historia de las retenciones y –en general- de la intervención del estado en el comercio de exportación es de larga data en nuestro país. En distintos momentos se ha recurrido a instrumentos de precio (i.e. aranceles) o de cantidad (i.e. cuotas) que generan barreras que quitan competitividad y dificultan el acceso a mercados. La consecuencia ha sido un crecimiento de las exportaciones por debajo del potencial, drama que suele presentarse como la clave del estancamiento argentino de largo plazo (Díaz Alejandro, 1970).

Los primeros antecedentes se remontan a la inmediata posguerra. En la segunda mitad de la década de 1940 el gobierno reforzó el control sobre el comercio exterior con la creación del Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), organismo construido sobre la base de la Corporación para la Promoción del Intercambio y la Junta Reguladora de Granos, dos entidades creadas en la década precedente que constituyeron experiencias preliminares de intervencionismo estatal en la materia. Por aquel entonces, por distintas circunstancias se respiraba un aire contrario a la apertura económica y al libre comercio. Vazquez Presedo (1992) comenta que se encomendó al IAPI encarar la comercialización externa de las cosechas argentinas «en sustitución de organizaciones como Bunge Born o Dreyfus».

Este organismo se creó por decreto en abril de 1946 y duró alrededor de una década. Operaba como el único comprador de cereales y oleaginosas en el mercado interno a precios fijados por el Estado. Su misión era distribuir la oferta entre los distintos usos y colocar los excedentes en el exterior, sustituyendo plenamente el mecanismo de mercado y eliminando las señales de precio (se prohibió la operatoria de los Mercados a Término y la fijación de precios a las Cámaras Arbitrales). En la práctica, los efectos asignativos de esta experiencia fueron similares a los de un sistema de derechos de exportación perfectamente móviles, que aíslan totalmente al mercado local del internacional.

Posteriormente, a fines de 1955 y en el marco de una muy frágil coyuntura económica, el gobierno de la autodenominada «Revolución Libertadora» introdujo derechos de exportación en forma transitoria por hasta el 25%, incluyendo a las denominadas exportaciones tradicionales (cereales, carnes y otros productos del agro). Este primer esquema sufriría sustanciales modificaciones en los años siguientes. Los derechos de exportación volverían a fijarse en diciembre de 1958, en ocasión del lanzamiento del plan de estabilización del presidente Frondizi. Durante ese año el sector agropecuario había estado sujeto a un sistema de desdoblamiento cambiario, por lo que liquidaba la mayor parte de los dólares que generaba vía exportaciones a un tipo de cambio comercial más bajo que el del mercado libre.

A lo largo de la década de los años sesenta el régimen de derechos de exportación se ajustó en diversas ocasiones, aunque como regla general las alícuotas se mantuvieron bajas. La finalidad del esquema era principalmente contrarrestar el efecto de las mejoras graduales en el tipo de cambio (durante la presidencia del Dr. Illia el signo monetario se devaluó nueve veces, aunque no era enteramente fijo). Por ejemplo, desde abril de 1965 las alícuotas vigentes fueron del 13% para el trigo, 9,5% a las carnes y 6,5% al maíz. Las retenciones volvieron a formar parte central de un plan de estabilización en marzo de 1967, cuando el ministro Krieger Vasena introdujo una serie de medidas que incluyeron la devaluación del peso de 280 a 350 unidades por dólar estadounidense y la aplicación de derechos aduaneros de entre 20 y 25%, que se reducirían en forma gradual. Esta experiencia sería reconocida posteriormente como una «devaluación compensada», pues incluyó también una disminución de los aranceles a la importación (Mallon y Sourrouille, 1973).

La economía profundizó su inestabilidad en los primeros años de la década de 1970 y los derechos de exportación con frecuencia estuvieron en la agenda de los planes económicos. Distintos ministros recurrieron a ellos para mejorar la recaudación o desacoplar los precios internos de los internacionales. Lo más saliente de este período fue, en 1972, la introducción de «derechos especiales móviles» mediante la Ley N° 19.503, estableciéndose que los mismos no podían exceder en ningún caso el 15% del valor FOB. Estas medidas se aplicaron en simultáneo con cierres de las exportaciones, con frecuencia recayendo sobre el mercado de carnes. Posteriormente, el gobierno militar de 1976 eliminó inicialmente la mayor parte de las barreras impositivas a la exportación, aunque las volvió a introducir en 1982 durante la gestión del ministro Roberto Alemann.

El gobierno democrático del Dr. Alfonsín también recurrió a los derechos de exportación para fortalecer las alicaídas arcas fiscales, aunque las alícuotas aplicadas fueron decreciendo a lo largo de su gestión. Tras eliminar totalmente las retenciones al trigo y al maíz en 1987 (se mantuvieron para el complejo oleaginoso con diferencial arancelario para los productos con transformación industrial), las volvió a introducir en febrero de 1989, en el medio de otras acciones que buscaban contener una crisis galopante. Esta medida le sirvió al gobierno también para capturar parte del efecto positivo que había tenido la sequía norteamericana de la campaña 1988/89 sobre los precios internacionales de los granos.

A partir de 1991, en el marco de los esfuerzos de estabilización y con miras en dotar a la economía de una mayor apertura se eliminaron los derechos de exportación sobre todos los cereales, mientras que las semillas de soja y girasol continuaron alcanzadas por una alícuota del 3,5% a lo largo de toda la década (aceite y harina de ambos productos tributaban 0% para salir del país). Esta política fue acompañada con una quita de gran parte de los obstáculos al libre comercio agropecuario.

Las retenciones hicieron su reaparición con el decreto 310/02 de febrero de 2002, en el medio de una de las crisis más profundas de la historia argentina. En los considerandos de la normativa se justificó su aplicación en la «grave situación por la que atraviesan las finanzas públicas» y en la necesidad de «atenuar el efecto de las modificaciones cambiarias sobre los precios internos». Inicialmente, las alícuotas fueron del 10% para trigo y maíz y del 13,5% para soja y girasol (productos procesados pagaban sólo 5%). A partir de abril de ese año los porcentajes subieron a 20% en cereales y 23,5% en oleaginosas, respectivamente, mientras que harinas y aceites de soja y girasol comenzaron a tributar un 20%. De este modo, se mantenía el diferencial característico de la estructura arancelaria de nuestro país.

En enero de 2007 la resolución 10/07 del Ministerio de Economía y Producción incrementó las alícuotas en 4 p.p. para el complejo soja, quedando en 27,5% para el grano y 24% para los subproductos. Esta vez la medida se apoyó en el hecho de que la «demanda crece de manera sostenida» y tras su aplicación «la rentabilidad del sector productivo seguirá siendo adecuada». Meses más tarde, tras las elecciones nacionales de 2007 el gobierno saliente modificó todo el esquema, esta vez en la búsqueda de «reducir los precios internos, consolidar la mejora de la distribución del ingreso y estimular el mayor valor agregado». El maíz comenzó a pagar un derecho de exportación del 25% y el trigo del 28%, mientras que las alícuotas de girasol y soja se incrementaron hasta 32 y 35%, respectivamente, con 3 p.p. de diferencial arancelario para los productos de primera transformación industrial.

En marzo de 2008 tuvo lugar una nueva modificación en el esquema de retenciones. La situación fiscal era robusta y el tipo de cambio había permanecido estable por varios años. Aun así, el Ministerio de Economía, comandado en aquel momento por Martín Lousteau, diseñó un sistema móvil que en el momento de su anuncio aumentaba la carga tributaria hasta niveles que prácticamente vulneraban el principio de justicia en la imposición. En el caso de la soja, el esquema movía inicialmente las alícuotas de 35 a casi 41%, alcanzando luego un máximo de 48,7%. Además, a valores FOB superiores a u$s 600 la alícuota marginal era del 95%, es decir, el fisco capturaba casi la totalidad de la mejora de los precios por encima de ese nivel.

La medida generó una franca oposición del sector, que rápidamente pidió una revisión de la misma. En la búsqueda de consensos, el proyecto inicial sufrió varios cambios con el paso de las semanas, denotando el elevado nivel de improvisación con el que había visto luz. Tras más de 120 días de conflicto, la célebre resolución M.E. 125/08 encontró un freno al no pasar la ratificación legislativa a la que fue sujeta (el vicepresidente Cobos desempató en la Cámara de Senadores), por lo que el Poder Ejecutivo procedió a su derogación tras la discusión parlamentaria.

Por último, hacia finales de 2008 y en el medio de una de las peores sequías de las últimas décadas, el gobierno resolvió reducir la carga vigente sobre las exportaciones de trigo y maíz, cultivos que habían perdido una considerable superficie de siembra. La medida se planteó también en pleno desencadenamiento de la crisis financiera internacional, que tuvo un impacto muy negativo sobre los precios. En los considerandos de la normativa se reconocía que «han variado las condiciones ponderadas para la aplicación de los derechos de exportación de los productos aludidos, [por lo que] resulta aconsejable propiciar la reducción éstos».

Desde entonces, por siete años se mantuvo mayormente inalterada la estructura de las retenciones para granos, harinas y aceites, verificándose solamente cambios en biodiesel y en el rubro de mezclas para alimentación animal, entre otros productos agroindustriales. No obstante ello, en este período las autoridades idearon distintos mecanismos que –manteniendo la obligación de tributar en cabeza del exportador- buscaron modificar la incidencia del gravamen, por ejemplo a través de reintegros a productores. Uno de los más recordados rigió para el trigo de la campaña 2013/14 y contemplaba la devolución de los derechos de exportación a través de la creación de un fideicomiso y la entrega de certificados denominados CEPAGA. Estos regímenes especiales, como en su momento lo fueron el «trigo plus» y «maíz plus», tuvieron escaso éxito en generar entusiasmo para la siembra.

En conclusión, las distintas variantes que tomaron los derechos de exportación en las últimas décadas no hacen más que reforzar la idea de que el sector agropecuario –que significa el 25% del PIB en forma directa e indirecta y contribuye con el 55% de las exportaciones- ha sufrido una visible discriminación en los sucesivos planes de gobierno. El sector convivió con una distorsión de precios casi permanente, que frenó su crecimiento y dificultó las posibilidades de pensar en el mediano y largo plazo. En este sentido, los anuncios de eliminación de este tributo sobre los cereales y la prometida disminución gradual sobre la soja constituyen una buena noticia para la economía nacional. 

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